Buenos Aires tiene una larga y rica tradición que ha sabido resistir los variados embates del tiempo. Librerías de viejo, librerías en los shoppings, librerías especializadas en mujeres, librerías para chicos, para amantes del tango o la historieta. Pasen y vean, los secretos mejor guardados de la ciudad cultural.
Cierto día de 1910 un hombre entró en la librería de Rafael Palumbo, en Lavalle al 800 y, tras revolver largo rato, extrajo un libraco que yacía bajo polvorienta pila. Se acercó al librero y pidió precio. Palumbo sopesó con parsimonia el volumen mirando de hito en hito al silencioso cliente. “Cien pesos”, pidió. El comprador regateó un poco y finalmente pagó ochenta. Con el libro bajo el brazo, partió raudo: nunca volvió ni nadie supo su nombre. Un tiempo después, la prensa del mundo informaba que un ejemplar de la Biblia de Gutenberg había sido descubierto en una librería de viejo de Buenos Aires y que el Museo Británico había pagado por él 10.000 libras esterlinas. Aún se exhibe como una de las joyas del Museo.
Episodios como éste han alimentado el mito de Buenos Aires como ciudad de prosapia librera, admitido desde entonces por todos sus visitantes; por ejemplo, Umberto Eco (o mejor dicho, el supuesto traductor de El nombre de la rosa) encuentra un raro volumen que contiene numerosas citas del manuscrito de Adson de Melk, el narrador de esa novela, en una librería de Corrientes...
A pesar de las sempiternas quejas por las pocas ventas, Buenos Aires fue y sigue siendo importante ciudad de librerías; como una vieja dama indigna, aún despierta deseos y hay quienes viajan miles de kilómetros para practicar en ella el vicio impune de escudriñar, descubrir, encargar, en suma, comprar libros. Será que la moneda es flaca y, por lo tanto, el botín del safari libresco se agrandó pero, ¿qué importa?
Por cierto, ¿cuándo fue? Dicen que allá por 1776, cuando se estableció un tal Joaquín Silva y Aguiar en la calle San Miguel, hoy Suipacha. El librero fundador sólo contaba, para venderles a sus clientes —funcionarios virreinales o curas—, unos veinte o treinta libros: por lo tanto, ya practicaba el supremo arte del librero, que no es tener todos los libros sino unos pocos (quizás ninguno) pero sí la confianza de quien encarga un título.
La librería más antigua de Buenos Aires es la del Colegio, hoy de Ávila, en la esquina de Bolívar y Alsina: existe desde 1824, cuando reemplazó a una botica, y en sus altos vivió Rubén Darío. Debía su nombre a que estaba frente al Colegio Mayor de San Ignacio, que en 1863 pasó a ser el Colegio Nacional de Buenos Aires.
En la rica historia de las librerías de Buenos Aires (¿sabía usted que José Hernández tuvo librería en Tacuarí 17 bajo el nombre de Librería del Plata y que también la tuvo Florentino Ameghino: estaba en Rivadavia 2239 y se llamaba El Gliptodón?), una página inolvidable la ocupa el citado don Rafael Palumbo. De Los encantadores de serpientes (1965), memorias del librero y editor Arturo Peña Lillo, tomé la anécdota de la Biblia de Gutenberg. Palumbo había venido de Nápoles junto con sus hermanos, cuatro de los cuales tuvieron librería; se los llamaba el “clan librero”. De don Rafael fue empleado un Roberto Arlt adolescente y en El juguete rabioso lo retrató con tintes sombríos bajo el nombre de don Gaetano.
Uno de los más singulares libreros y editores de Buenos Aires fue el mallorquín Juan Torrendell, cuyo sello Tor publicaba libros que no siempre respetaban su integridad (Torrendell solía tijeretear los originales para adaptarlos a los pliegos disponibles) pero que, a veinte o treinta centavos el tomo, llevaron autores clásicos y modernos a millones de lectores. Acosado por una de las tantas “crisis”, Torrendell tuvo una idea extrema: en su local de Florida, bajo una gran balanza, colocó carteles que ofrecían: “Un kilo de libros a 1 peso, dos kilos por 1, 50”. El escándalo fue memorable y a él contribuyó la airada protesta de la Academia Argentina de Letras para la cual la idea del mallorquín resultaba herética. En su erudita investigación Libreros, editores e impresores de Buenos Aires (1974), Domingo Buonocuore transcribe la solicitada aparecida en varios diarios el 6 de junio de 1934: la Academia pedía “al público lector” que no aceptara el sistema de libros por peso ya que “equipara la producción intelectual con una vil mercancía”. Pero la librería estaba colmada a toda hora.
En el 340 de Florida aún está El Ateneo, fundada por Pedro García, librero desde 1913 y establecido allí desde 1938. Su sede ha sido modernizada y, desde los ventanales del simpático bar del primer piso, mientras miro el incesante río humano de Florida, alcanzo a distinguir el edificio donde tenía su vieja sede La Nación y que albergó a escritores como Roberto J. Payró, Leopoldo Lugones, Alberto Gerchunoff o Manuel Mujica Láinez, entre tantos otros, quienes cruzaban Florida para enterarse de las novedades llegadas a El Ateneo. Los dueños de El Ateneo han reconvertido en librería el antiguo cine-teatro Gran Splendid, en Santa Fe 1850, excelente idea urbanística que restituye a la librería una de sus tantas dimensiones posibles: la de ser un teatro de la vida.
Recurso ingenioso para vender libros fue el que inventó Samuel Kohen cuando instaló su comercio, en realidad poco más que un pasillo, en el zaguán lindero a la casa del caudillo radical Hipólito Yrigoyen, en Brasil 1031. Eran tantos quienes pugnaban por ver al Peludo que no les quedaba más remedio que esperar en la librería de Kohen que, de esa manera, siempre estaba llena. Tener un cliente en el poder hizo la fortuna de don Julio Suárez, el dueño de la desaparecida librería Cervantes, en Lavalle 558, por otra parte exquisita y muy frecuentada por escritores y lectores fieles. Pero ninguno como el general-ingeniero Agustín P. Justo, presidente de la Nación, bibliófilo que adquiría, para su vasta colección privada, todo lo que Suárez le indicaba.
Tuvo la ciudad gentes que llevaron el libro a otros barrios fuera del relumbrón del centro; por ejemplo, Antonio Zamora: a partir de un humilde local en Boedo 837, en sociedad con el impresor Lorenzo Rañó y el librero Francisco Munner, inundó literalmente el país, en los felices roaring twenties, con los ejemplares de su editorial Claridad. O el inmigrante ruso Manuel Gleizer quien, por la misma época, para salvar un momento malo de su vida, debió vender doscientos libros de su biblioteca personal a 40 centavos el tomo, y terminó convirtiendo su papelería-librería, en Triunvirato 537, en el corazón de Villa Crespo, en una meca a la que peregrinaban, tranvía Lacroze arriba, escritores jóvenes como Jorge Luis Borges, Eduardo Mallea, el vecino de barrio Leopoldo Marechal y muchos más publicados por el sello “Gleizer, editor”.
¿También en materia de librerías todo tiempo pasado fue mejor? No estoy de acuerdo: será malo este tiempo pero es aquel en el que estamos vivos y éstas son las librerías que nos tocan, lo demás es polvo aunque sea polvo enamorado. Una librería es como un templo donde el tiempo ha de detenerse en el umbral —“remanso de la calle” las llamaba Marechal— pero donde, al mismo tiempo, el aire y la vibración de la época han de entrar como un viento incontenible. Que nadie se confunda y desprecie el termómetro de situación que son las librerías, lugares donde han ocurrido acontecimientos cruciales de nuestra historia: en la de Marcos Sastre (Defensa 24) se tramó la caída de Rosas, en la trastienda de la Cervantes tuvo lugar un encuentro secreto —el de los generales Justo y Uriburu— que decidió el golpe de 1930. En la primavera democrática posterior a la última dictadura, algunas librerías captaron ese aire y se convirtieron en meridianos intelectuales, readaptando las antiguas peñas literarias y fusionando el libro con la gastronomía, la música, el cine, el teatro, la discusión filosófica; persisten en esa modalidad dos lugares emblemáticos de Buenos Aires: la Clásica y Moderna (Callao 892), donde los hermanos Natu y Paco Poblet dieron nueva vida a una tradicional librería, y la Gandhi (Corrientes 1743), hoy transferida a Galerna. Mientras don Emilio Perrot (h) ha dotado a su Histórica (Azcuénaga 1846), de un “salón literario” (para nuevo, lo viejo), Natu Poblet prepara el desembarco de una Clásica y Moderna nada menos que en Salamanca.
Aunque Corrientes haya perdido el glamour que la hizo célebre, mantiene recovecos librescos, superficies nuevas y otras reconstituidas, en las que se mezclan novedad y tradición, lujo y miseria, un amasijo que es propio de la actividad librera. Las once cuadras que van de Suipacha a Ayacucho conforman una inmensa librería de 1100 metros de largo, hecho urbano que deslumbra a los visitantes pues no tiene paralelo en el mundo: allí pueden encontrarse importantes nombres del negocio librero (Hernández, Losada, Cúspide, Lorraine) junto a inmensos galpones que ofrecen polvorientos saldos, pero entre los cuales puede saltar la imprevista joya.
En cada uno de los shoppings abiertos por toda la ciudad en los últimos años, alguna librería estalla de luz y color. Quienes gustamos de la penumbra discreta de la librería clásica —y hasta de la tiniebla del antro— estamos en minoría. Triunfa ese ámbito en el que cada libro viene envuelto en los fulgores fluorescentes; la librería es el lugar limpio y bien iluminado que pedía Hemingway, en el que cada día se renueva el rito: llega un paquete con las novedades, alguien lo abre y coloca un libro flamante en la vidriera o en las mesas, para curiosidad y codicia del paseante, y así recomienza la apuesta infinita: ¿será una obra maestra o un bodrio?, ¿será olvidado en pocos meses o recordado por siempre?
También el Palermo borgeano de malevos y cuchilleros, convertido en un Soho porteño, sede de la bohemia y la gastronomía elegantes, luce ya galones libreros como el pequeño pero bien surtido espacio que un profesional joven, Luis del Mármol —sangre nueva para oficio viejo— ha instalado en los altos de un bar de moda, bautizado con el socrático nombre de Un Gallo para Esculapio (Uriarte y Costa Rica).
Conseguir un libro en Buenos Aires puede tener algo de caza del tesoro porque proliferan los lugares secretos, al margen y a veces a contramano de los circuitos conocidos, y con claves que no siempre es fácil conocer. Así, los libros de izquierda es mejor buscarlos en la Gandhi y los de derecha en la Huemul, aunque tuve ocasión de conseguir un Trotski en Huemul y un De Maistre en Ghandi. No pasa nada porque, como diría Arturo Jauretche, la imprenta los cría.
La mejor librería de tango no es librería sino quiosco: “El quiosco del tango” en la vereda sur de Corrientes al 1500, frente a la confitería Premier. La mejor librería filosófica, la de Juan Blatón, en el subsuelo de una galería con entrada por Florida 681, tenía un aire a caverna platónica. Pero este lugar único acaba de cerrar. Hay en Buenos Aires una librería especializada en Patagonia (World´s end, en las Galerías Pacífico); una librería feminista (llamada por supuesto de las Mujeres, en Montevideo 333); una librería esotérica, la Kier (Santa Fe 1260); una librería borgeana, la de Alberto Casares (Suipacha 521) y una librería erótica, en El Salvador 4521, con explícito nombre: Audaz se eleva... y una librería especializada en poesía, la Norte (Las Heras 2237), fundada por el recientemente fallecido Héctor Yánover, gran poeta y autor de unas deliciosas Memorias de un librero y su continuación, El regreso del librero establecido.
La Avenida de Mayo fue zona de prosapia librera, como que allí, en el 1333, estaba la sede del diario Crítica, donde trabajaron tantos escritores, por ejemplo Raúl González Tuñón, Conrado Nalé Roxlo, Roberto Arlt, Ulyses Petit de Murat, todos ellos voraces devoradores de papel impreso. Hoy luce varias librerías de usados o de viejo. La librería de viejo (en la modalidad del anticuario o en la variedad popular del baratillo o covacha) es un campo de batalla incruento en el que combaten clientes y libreros; el cliente, de paso o habitual, y veces de visita diaria, siempre está a la caza de la ganga o del tesoro impensado: puede ser lector de pocos recursos o de muchos, pero su obsesión es conseguir una presa difícil. El librero quizás sea un ser bonachón y cordial o quizás sea mezquino e intemperante; ambos tipos humanos han inspirado inolvidables páginas a Anatole France y a Charles Dickens.
Entre las buenas librerías de usados con que cuenta Buenos Aires, bien ordenadas, surtidas y con precios accesibles, mis preferidas son AARS (Larrea 938), Brujas (Rodríguez Peña 429), El túnel (Avenida de Mayo 767) y Romano (Ayacucho 437), a la que agrego una recién abierta: El Vitral (Montevideo 108). Abundan en la ciudad elegantes anticuarios como Acquilanti (Rincón 79) o la eterna L´amateur que estuvo mucho tiempo en Florida y sigue abierta en Esmeralda 882. Los bouquinistes —ferias de libros usados— se agrupan en el Parque Rivadavia, en el Parque Centenario, en Plaza Italia y en Primera Junta.
En suma, si usted no encuentra el libro de su gusto no es porque Buenos Aires no se lo ofrezca: perdimos muchas cosas pero sigue a nuestra disposición uno de los más grandes placeres de la vida, que además no es caro: vaya a una librería, no importa si grande o pequeña, de viejo o de nuevo, célebre o anónima, lujosa o pobre, elija el libro que más le gusta —eso sí, no lo robe, cómprelo— y después siéntese a leerlo en el bar de la esquina. De nada.
FUENTE: Publicado en La Nación el 4 de enero de 2004.
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