27 de septiembre de 2011

Café, Flavia Ricci

Después de tantos años disfrutando meterme en diversos bares a pasar el tiempo, una va haciendo ciertos arquetipos de acuerdo a las ciudades. Llego a un bar que promete wi-fi, desenfundo netbook y me conecto hasta que llegue la hora de la reunión que me ha llevado desde La Plata a Buenos Aires. Pido un desayuno porteño, de esos con un gran café con leche, zumo de naranja exprimido y con un hielo en vasito pequeño, tres medialunas y un servilletero que llega a último momento, cuando me traen el pedido.

Miro por Diagonal en sentido Plaza de Mayo, aunque estoy en un bar a 50 metros del Obelisco y tal vez hubiese sido más grato haberme sentado en sentido contrario. Pero yo quería conectarme al wi-fi y quedarme en mi burbuja cibernética unos minutos al menos. A mi lado hay una mesa con dos hombres con pinta de ejecutivos, de unos 45 años. Uno de ellos habla a los gritos y el otro en cambio casi no se escucha. Tal vez porque no habla nunca. El gritón habla de "grandes" proyectos, de invertir, poner dinero allá y sacarlo de acá, de que la tasa de interés y la Bolsa, de que su casa y la ampliación de su casa. Miro varias veces hacia su mesa pero él no me devuelve la mirada, sumido como está en sus grandes inversiones.

 Y pienso en los cafés de Tres Arroyos: la gente hablando de la comida, Claromecó, los viajes, los chicos y el colegio. Pienso en que me gustan esas conversaciones, de esos cafés. Con gente distendida que se afloja la corbata. O quizás no usa, muy probablemente. Podría decir, claro, que se trata de un mal de las grandes ciudades: la gente que no se relaja ni se despega de las grandes inversiones que pretende hacer. Pero no.

Yo he estado en los cafés de Barcelona o de La Plata. Y la gente no es así. Vamos, no diría que no es así, pero al menos las conversaciones no son tan monotemáticas. Hay padres, madres, niños, abuelos, abuelas, tíos, familias, amigos. Pero los cafés de Buenos Aires los mediodías traen consigo oficinistas tristones, grises, solitarios y con "grandes" inversiones.

 Al final me he quedado pensando en esto, así que no me conecté al wi-fi del bar. En cambio disfruté de un desayuno porteño mientras me imaginaba que estaba en un café del Borne, en ojotas. Que pedía croissants, un café con leche y un zumo de naranjas.

Disfruto enormemente del anonimato porteño, de los paseos, de sus lugares infinitos. Pero las conversaciones en los bares son extremadamente monotemáticas y parecidas.

 Ya lo decía Benjamin Franklin: "No cambies la salud por la riqueza, ni la libertad por el poder".