30 de agosto de 2006

Hombres que ladran, Flavia Ricci


Los hombres que ladran andaban sueltos, y salieron todos en una semana: uno que con indiferencia y una complicidad de lado, pasó de la situación e hizo de Mendoza un terreno neutral. Otro que quería reclamar unos derechos que siempre se encargó de torcer, bien de lado, por arriba y abajo, hasta que quedaron enterrados, como su imagen. Uno que se encargaba en enrollarlo todo, liarlo una y otra vez, hasta quedar en un soliloquio del que, creía ella, no podía salir más que con la ayuda de otras ellas. Y por último, aquel que era el hombre avestruz, que no aceptaba una crítica y mucho menos reconocía un error. Ladraban, todos juntos, todos a la vez, de diversos flancos. Pero ella se relajó, miró su cama de dos plazas, su ordenador, su música étnica, su casa y encontró nuevamente su hogar. Ladraban, y ella no pudo evitar sonreír, aunque sus hombres le causaban muchas veces agobio. Ladran, Sancho, señal que cabalgamos. Miró a un lado, miró al otro, no sabía qué había de frente, pero avanzó tranquilamente por su Buenos Aires.

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