Recuerdo perfectamente el día en que quedé muda. Incapaz de olvidarme tan sólo un detalle de lo que él me contaba, decidí dejar de preguntarle. Y como nuestra relación funcionaba en base a una especie de interrogatorio, en donde yo debía preguntarle para que él relatara (aunque él sabía que me costaba horrores hacerlo y por ello jamás podría ser periodista o encuestadora), la sóla posibilidad de no preguntarle significaba su no-relato. Entonces, por el envión que llevaba en su discurso, me vio y automáticamente abrió la boca para comenzar a contarme algo. Pero yo estaba más allá, convencida de no cometer el error de preguntar para saber. Porque entonces emularía a Funes el memorioso de Borges, y ya no podría olvidar. Mientras que él, señor del yo-yo-yo, escupiría sus cuestiones, se iría y pondría los ojos en blanco a la mínima intensión de la que suscribe para relatar algo.
Enmudecí, no dije nada, no pregunté ni relaté. La nada. El silencio. Y además le dije "cállate, no tengo la menor intensión de escucharte nunca más". Creo que estábamos en el bar de las despedidas de Belgrano.
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