18 de agosto de 2006

Funes el memorioso, Flavia Ricci

Recuerdo perfectamente el día en que quedé muda. Incapaz de olvidarme tan sólo un detalle de lo que él me contaba, decidí dejar de preguntarle. Y como nuestra relación funcionaba en base a una especie de interrogatorio, en donde yo debía preguntarle para que él relatara (aunque él sabía que me costaba horrores hacerlo y por ello jamás podría ser periodista o encuestadora), la sóla posibilidad de no preguntarle significaba su no-relato. Entonces, por el envión que llevaba en su discurso, me vio y automáticamente abrió la boca para comenzar a contarme algo. Pero yo estaba más allá, convencida de no cometer el error de preguntar para saber. Porque entonces emularía a Funes el memorioso de Borges, y ya no podría olvidar. Mientras que él, señor del yo-yo-yo, escupiría sus cuestiones, se iría y pondría los ojos en blanco a la mínima intensión de la que suscribe para relatar algo.
Enmudecí, no dije nada, no pregunté ni relaté. La nada. El silencio. Y además le dije "cállate, no tengo la menor intensión de escucharte nunca más". Creo que estábamos en el bar de las despedidas de Belgrano.

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