10 de septiembre de 2008

Cap a Barcelona, Flavia Ricci

De repente se vio flotando en el tren, miraba a la gente como despidiéndose y muchas cosas pasaron a darle igual: volvía a Barcelona. Pensó en la fecha que se había puesto para volar, enumeró las cosas que tendría que realizar antes, en las que debería planificar para que, una vez allí, todo saliera como lo había pensado. Caminó por la Estación Retiro con el pasaje a la Estación Rivadavia en su mano derecha, con la que le salían mejor las cosas. Se metió en el último vagón para salir junto a la puerta de salida en Lomas de Núñez, a lado de su casa. El día estaba hermoso pero ella sólo flotaba. Comenzó a mirar, cosas que antes sólo había visto. Comenzó a escuchar cosas que antes sólo había oído. Esas palabras que nos hermanan vayamos donde vayamos porque no sólo compartimos un idioma, sino que es el nuestro, con nuestro acento, con nuestros giros y nuestras formas de hacer que a Cervantes se le ericen los pelos. Un joven pasó a su lado vendiendo objetos surrealistas: una birome con linterna en una punta. Ella sonrió sin que el joven la viera: ¿alguna vez alguien utilizaría una linterna que estuviese en la punta de su birome? Pensó en qué circunstancias lo haría y sonrió una vez más. Mientras las palabras del joven pasaban a segundo plano en su nivel de audición, ella se imaginaba diciéndole al joven si quería ir a Barcelona, si conocía Barcelona, si dejaría Buenos Aires para ir a Barcelona. Y muchas de esas preguntas en realidad eran para ella. Su propia e inaudible voz. B A R C E L O N A.

Se le llenaron los ojos de lágrimas conforme el tren avanzaba con su vaivén, miró hacia un lado y vio el Hipódromo de Palermo, recordó sus diálogos ¿Cuántas veces había pasado por allí? ¿Cuántas cosas había hecho en la vida, en su vida, creyendo que habría más de lo mismo y de repente no lo hubo? Sus ojos ya no soportarían mucho más el peso de las lágrimas, así que con un ademán distraído se sacó las lágrimas con una mano y miró hacia el suelo disimulando la angustia.
Así, flotando en el aire, llegó a su casa. En cuanto atravesó la puerta miró a su alrededor y enumeró:

- La cerveza que acostumbraba degustar cada viernes al terminar la semana mirando el cartel de Carrefour.
- Los embutidos de Capriata.
- El dulce de leche Treláctea que devoraba a cucharadas con su hija mirando TV.
- Los paseos en bici.
- El "che boludo" que la hacía sentirse en Buenos Aires, aunque jamás diría esas palabras.
- Ese acentito pegadizo y aporteñado que sonaba en sus oídos cuando caminaba sintiéndose que ella era, que pertenecía a ese sitio, a su Buenos Aires.

Enumeró tantas cosas que cayó en la cuenta de cuánto se había metido Buenos Aires en su piel, de cuánto se había adaptado, de lo que había constuído. De que, aunque ella no lo creyera, se había terminado encariñado con la ciudad. Algo que ella misma desconocía. Sabía que amaba Buenos Aires, pero desconocía que lo amaba tanto que se había adherido a su vida como un chicle. La Reina del Plata ...

Miró el billete en su mano, una lágrima cayó encima. Y otra, y otra más ...

Y allí en Barcelona:

- Sus amigos del alma.
- Sus Voll-Damm.
- Los chiringuitos en La Barceloneta.
- El barri de Gràcia.
- Sus noches sólo suyas.
- Zoe y ella, 5 años después, mirando juntas el Mediterráneo.
- Las risas de siempre.
- Saint Pol del lado nudista con Jaume.
- La Virreina con Nil, Maia, Karma.
- Las carcajadas mirando de lado de Sònia.
- Glaciar a las 11 de la noche cada viernes.
- Los asados argentinos en Castelldefels


Y pensó que si el tiempo se lo hubiese permitido, le hubiese podido recitar a él aquellos versos de Pablo Neruda:

"Algún día en cualquier parte, en cualquier lugar, indefectiblemente te encontrarás a tí mismo, y esa, sólo esa, puede ser la más feliz o la más amarga de tus horas"

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