11 de abril de 2013
Lo que todavía no sabes del pez hielo, E. Medina Reyes
En la franja más profunda del mar Tirreno habita el pez hielo, la oscuridad allí es más densa que en un agujero negro y aunque el pez hielo es transparente no tiene conciencia de serlo. El pez hielo no tiene pensamientos ni deseos, no conoce a ningún otro pez de su especie, no quiere ir a otra parte porque no sabe que existe esa posibilidad. Se desplaza, devora trozos de cristal y se complace en su absoluto. Es el pez que soñó Corolla y quizá Deleuze antes de saltar. No confronta, no es un rival, no es la publicidad de un perfume. Es el archienemigo de cualquier referente, el héroe de un mundo sin bordes. Y como sucede siempre, un día cualquiera, a ese paraíso del silencio llega un cadáver. No, aún no es un cadáver, es un papiliochromis. No viene del océano sino de una pecera, era la mascota de alguien, lo dieron por muerto, lo tiraron al retrete, bajaron la palanca y recorrió mil kilómetros por un tubo hasta el hogar del pez hielo. Esa es la densa oscuridad que lo rodea, la mierda de todos los culos que habitan en Ciudad Inmóvil. En su agonía, el papiliochromis le habla al pez hielo de luminosos atardeceres frente al mar, de ciudades, luces multicolores, alimento concentrado, documentales de Jacques Cousteau y todo aquello que veía en el televisor de su dueña. Una vez que lo ha contaminado de inquietud, expira, y como es apenas obvio el pez hielo empieza a soñar con la luz.
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