6 de diciembre de 2012

Muro, Flavia Ricci

Hizo un gran esfuerzo por tejer una relación conmigo. No le gustaba la palabra construir, siempre hablaba de redes. Quizás con el tiempo vea mis esfuerzos como pocos o insuficientes y los suyos muchos y grandes. Lo cierto es que yo era incapaz de ser puente, era un muro. Un muro frente al cual no se podía dialogar, ni convenir, ni consensuar. Releyendo sus palabras supe que le di confianza como nadie, que salió de su descreída vida amorosa, que caminó de mi mano porque yo, aunque completamente insegura de estar con él y sin apostar mucho por la relación, sí quise ayudarlo. Y eso fue real. Real como aquello que me dijo, que después de Barcelona todo había sido una ficción de mi parte, que se había roto todo, aunque yo continuara. Continué para ayudarlo a ser mejor persona, para darle un empuje, para que aprendiera a caminar y se preparara, en lo posible, para hacerlo sin mí. Quizás, probablemente, tendría que haber pactado con él una amistad, pero su intelecto, sus ojos claros, su compañerismo me pudieron. Sus palabras me llevaban por laberintos de donde no quería salir. Y quizás, entonces, no me quedó otra opción que ser una mala pareja para que se despegara de mí, para no volver más, ni siquiera como amigo. Mal asunto. No debí transitar ese camino. Pero ¿cómo iba a saberlo? Si en aquel momento yo era un muro, que no un puente. Un muro incapaz de verse, porque tenía pegado un espejo. Donde miraba a los demás, con tal de no verse. Muro amurallado, muro impenetrable. Muro al fin.

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