Cuando supe que mi padre había llevado en sus últimos treinta años una doble vida, sucumbí a la curiosidad y averigüé el nombre de la otra mujer y la dirección del otro hogar. Llamé a la puerta con una excusa cualquiera -una inspección de la compañía de seguros, o algo así- y una mujer alta y equina me invitó a pasar. Entonces no pude dar crédito a lo que veía: el interior del otro hogar era una réplica exacta, meticulosa, del que habíamos compartido por veinte años mi padre, mi madre y yo; los mismos muebles, los mismos sillones con el mismo tapizado, distribuidos de igual manera, y hasta los mismos cuadros, los mismos platos de porcelana y las mismas esculturas de yeso.
Esa noche, de regreso en casa, me dediqué con perverso placer a desordenar los muebles y a revolver las cosas en los estantes. Mi madre me miraba perpleja. No le dije nada de mi visita a la otra casa y cenamos en silencio.
De pronto recordé la vez que, siendo un niño, rompí un gran jarrón que flanqueaba el diván. El enojo de mi padre al saber del accidente me había parecido excesivo en su momento. Ahora lo entendía; ahora me bastaba imaginar a mi padre esa misma noche, a lo sumo el día siguiente, rompiendo a conciencia el jarrón igual de su otro hogar, sólo para mantener la simetría.
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