24 de diciembre de 2014

Perfil de un ser elegido, C. Lispector

Aun muy joven, era un ser que elegía. Entre las mil cosas que podría haber sido, había ido eligiéndose. En un trabajo para el cual usaba lentes, entreviendo lo que podía y palpando con las manos húmedas lo que no veía, el ser había ido eligiendo y por eso indirectamente se elegía. De a poco se había juntado para ser. Separaba, separaba. En relativa libertad, si se descontara el furtivo determinismo que había dirigido discreto sin dar un nombre. Descontado ese furtivo determinismo, el ser elegía ser libre. Separaba, separaba la llamada cizaña del trigo, y lo mejor, lo mejor el ser lo comía. A veces comía lo peor: la elección difícil era comer lo peor. Separaba peligros del gran peligro, y era con el gran peligro que el ser, aunque con miedo se quedaba; solo para sopesar con gusto el peso de las cosas. Apartaba de sí las verdades menores que terminó por no llegar a conocer: quería las verdades difíciles de soportar. Por ignorar las verdades menores, el ser ya comenzaba a aparecer a los otros como rodeado de misterio: por ser ignorante era un ser misterioso. Se había convertido en una mezcla de lo que pensaban de él y de lo que él realmente era: un sabio ignorante, un sabio ingenuo; un olvidado que muy bien sabía de otras cosas; un sonso honesto; un pensativo distraido; un nostálgico sobre lo que había dejado de saber; un nostalgioso por lo que definitivamente al elegir había perdido; un valiente por ser demasiado tarde y ya haberse elegido. Todo eso, contradictoriamete, le dió al ser una alegría discreta y saludable de campesino que sólo lidia con lo básico. Y todo eso le dio la austeridad involuntaria que todo trabajo intelectual da. Elección y ajuste no tenían hora precisa de comenzar y terminar, duraban en realidad el tiempo de una vida.
Todo eso, contradictoriamente fue dando al ser la alegría profunda que necesita manifestarse, exponerse y comunicarse. Pasó a darse a través de la pintura. En esa comunicación el ser era ayudado por su don innato de gustar. Y eso ni lo había juntado ni lo había elegido. En efecto, era una don. Le gustaba la profunda alegría de los otros, por el don innato descubría la alegría de los otros. Por don, también era capaz de descubrir la soledad que los otros tenían. Y también por don, sabía profundamente jugar el juego de la vida, transformándola en colores y formas. Sin siquiera sentir que usaba su don, el ser se manifestaba: daba sin percibir, amaba sin percibir que a eso llamaban amor. El don era como la falta de camisa del hombre feliz: como el ser sentía muy pobre y no tenía qué dar, el ser se daba. Se daba en silencio, y daba lo que había juntado de sí, así como quien llama a los otros para que también vean.
Poco a poco el equívoco pasó a rodear al ser: los otros miraban al ser como a una estatua, como a un retrato. Un retrato muy rico. No comprendieron que para el ser, haberse reunido, había sido trabajo de despojamiento y no de riqueza. Por equívoco, el ser era festejado. Pero sentirse amado sería reconocerse a sí mismo en el amor recibido, y aquel ser era amado como si fuera un otro ser. El ser vertió las lágrimas de una estatua que de noche en la plaza llora sin moverse. Nunca la oscuridad había sido mayor en la plaza. Hasta que de nuevo amanecía y el ser renacía. El ritmo de la tierra era tan generoso que amanecía. Pero de noche, cuando llegaba la noche, de nuevo oscurecía. La plaza de nuevo crecía en soledad. De miedo, los que habían elegido dormían: ¿miedo porque pensaban que tendrían que vivir en la soledad de la plaza? No sabían que la soledad de la plaza había sido sólo el lugar de trabajo del ser. Pero que él también se sentía solo. El ser se prepara toda la vida para ser apto del lado de afuera de la plaza. Es verdad que el ser, al sentirse listo, así como quien se baña con óleos y perfumes, notó que no le había sobrado tiempo para existir como los otros: era diferente sin querer. Algo había fallado porque, cuando el ser se veía en el retrato que los otros habían sacado, se espantaba humilde frente a lo que habían hecho de él. Habían hecho de él, nada más, nada menos, que un ser elegido. Es decir, lo habian sitiado. ¿Cómo deshacer el equívoco? Por simplificación y economía de tiempo, habían fotografiado al ser en una única pose y ahora no se referían a él sino a la fotografía. Bastaba abrir el cajón para sacar de adentro el retrato. Cualquiera conseguía una copia que, además, costaba barata.
Cuando le decían al ser: te amo, el ser se perturbaba porque ni siquiera podía agradecer: ¿y yo?, ¿por qué no a mi también?, ¿por qué sólo a mi retrato? Pero no reclamaba, pues sabía que los otros no se equivocaban por maldad. El ser, a veces, por una cuestión de soledad, intentaba imitar la fotografía, lo que no obstante terminó por volverla más falsamente auténtica. A veces él se confundía todo: no aprendía a copiar el retrato, y se había olvidado de cómo era sin el retrato. De modo que, como se dice del payaso que siempre rie: el ser a veces, por así decir, lloraba bajo su callada pintura de bobo de la corte. Entonces intentó un trabajo subterráneo de destrucción de la fotografía: hacía o decía cosas tan opuestas a la fotografía que esta se erizaba en el cajón. Su esperanza era volverse más vivo que la fotografía. Pero, ¿qué ocurrió? Ocurrió que todo lo que el ser hacía en realidad sólo iba a retocar el retrato, adornarlo.
Y así fue yendo, hasta que, profundamente desilusionado en las más legítimas aspiraciones, el ser moría de soledad. Pero terminó saliendo de la estatua de la plaza, con gran esfuerzo, teniendo varias caidas, aprendiendo a pasear solo. Y, como se dice, nunca la tierra le pareció tan bella. Reconoció que ella era la tierra para la cual se había preparado: pues no se había equivocado, el mapa del tesoro tenía la indicaciones correctas. Paseando, el ser tocaba todas y, aun solitario, sonreía. El ser había aprendido a sonreir solo.

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