Aun muy joven, era un ser que elegía. Entre las mil cosas que podría
haber sido, había ido eligiéndose. En un trabajo para el cual usaba
lentes, entreviendo lo que podía y palpando con las manos húmedas lo que
no veía, el ser había ido eligiendo y por eso indirectamente se elegía.
De a poco se había juntado para ser. Separaba, separaba. En relativa
libertad, si se descontara el furtivo determinismo que había dirigido
discreto sin dar un nombre. Descontado ese furtivo determinismo, el ser
elegía ser libre. Separaba, separaba la llamada cizaña del trigo, y lo
mejor, lo mejor el ser lo comía. A veces comía lo peor: la elección
difícil era comer lo peor. Separaba peligros del gran peligro, y era con
el gran peligro que el ser, aunque con miedo se quedaba; solo para
sopesar con gusto el peso de las cosas. Apartaba de sí las verdades
menores que terminó por no llegar a conocer: quería las verdades
difíciles de soportar. Por ignorar las verdades menores, el ser ya
comenzaba a aparecer a los otros como rodeado de misterio: por ser
ignorante era un ser misterioso. Se había convertido en una mezcla de lo
que pensaban de él y de lo que él realmente era: un sabio ignorante, un
sabio ingenuo; un olvidado que muy bien sabía de otras cosas; un sonso
honesto; un pensativo distraido; un nostálgico sobre lo que había dejado
de saber; un nostalgioso por lo que definitivamente al elegir había
perdido; un valiente por ser demasiado tarde y ya haberse elegido. Todo
eso, contradictoriamete, le dió al ser una alegría discreta y saludable
de campesino que sólo lidia con lo básico. Y todo eso le dio la
austeridad involuntaria que todo trabajo intelectual da. Elección y
ajuste no tenían hora precisa de comenzar y terminar, duraban en
realidad el tiempo de una vida.
Todo eso, contradictoriamente fue dando al ser la alegría profunda que
necesita manifestarse, exponerse y comunicarse. Pasó a darse a través de
la pintura. En esa comunicación el ser era ayudado por su don innato de
gustar. Y eso ni lo había juntado ni lo había elegido. En efecto, era
una don. Le gustaba la profunda alegría de los otros, por el don innato
descubría la alegría de los otros. Por don, también era capaz de
descubrir la soledad que los otros tenían. Y también por don, sabía
profundamente jugar el juego de la vida, transformándola en colores y
formas. Sin siquiera sentir que usaba su don, el ser se manifestaba:
daba sin percibir, amaba sin percibir que a eso llamaban amor. El don
era como la falta de camisa del hombre feliz: como el ser sentía muy
pobre y no tenía qué dar, el ser se daba. Se daba en silencio, y daba lo
que había juntado de sí, así como quien llama a los otros para que
también vean.
Poco a poco el equívoco pasó a rodear al ser: los otros
miraban al ser como a una estatua, como a un retrato. Un retrato muy
rico. No comprendieron que para el ser, haberse reunido, había sido
trabajo de despojamiento y no de riqueza. Por equívoco, el ser era
festejado. Pero sentirse amado sería reconocerse a sí mismo en el amor
recibido, y aquel ser era amado como si fuera un otro ser. El ser vertió
las lágrimas de una estatua que de noche en la plaza llora sin moverse.
Nunca la oscuridad había sido mayor en la plaza. Hasta que de nuevo
amanecía y el ser renacía. El ritmo de la tierra era tan generoso que
amanecía. Pero de noche, cuando llegaba la noche, de nuevo oscurecía. La
plaza de nuevo crecía en soledad. De miedo, los que habían elegido
dormían: ¿miedo porque pensaban que tendrían que vivir en la soledad de
la plaza? No sabían que la soledad de la plaza había sido sólo el lugar
de trabajo del ser. Pero que él también se sentía solo. El ser se
prepara toda la vida para ser apto del lado de afuera de la plaza. Es
verdad que el ser, al sentirse listo, así como quien se baña con óleos y
perfumes, notó que no le había sobrado tiempo para existir como los
otros: era diferente sin querer. Algo había fallado porque, cuando el
ser se veía en el retrato que los otros habían sacado, se espantaba
humilde frente a lo que habían hecho de él. Habían hecho de él, nada
más, nada menos, que un ser elegido. Es decir, lo habian sitiado. ¿Cómo
deshacer el equívoco? Por simplificación y economía de tiempo, habían
fotografiado al ser en una única pose y ahora no se referían a él sino a
la fotografía. Bastaba abrir el cajón para sacar de adentro el retrato.
Cualquiera conseguía una copia que, además, costaba barata.
Cuando le decían al ser: te amo, el ser se perturbaba porque ni siquiera
podía agradecer: ¿y yo?, ¿por qué no a mi también?, ¿por qué sólo a mi
retrato? Pero no reclamaba, pues sabía que los otros no se equivocaban
por maldad. El ser, a veces, por una cuestión de soledad, intentaba
imitar la fotografía, lo que no obstante terminó por volverla más
falsamente auténtica. A veces él se confundía todo: no aprendía a copiar
el retrato, y se había olvidado de cómo era sin el retrato. De modo
que, como se dice del payaso que siempre rie: el ser a veces, por así
decir, lloraba bajo su callada pintura de bobo de la corte. Entonces
intentó un trabajo subterráneo de destrucción de la fotografía: hacía o
decía cosas tan opuestas a la fotografía que esta se erizaba en el
cajón. Su esperanza era volverse más vivo que la fotografía. Pero, ¿qué
ocurrió? Ocurrió que todo lo que el ser hacía en realidad sólo iba a
retocar el retrato, adornarlo.
Y así fue yendo, hasta que, profundamente desilusionado en las más
legítimas aspiraciones, el ser moría de soledad. Pero terminó saliendo
de la estatua de la plaza, con gran esfuerzo, teniendo varias caidas,
aprendiendo a pasear solo. Y, como se dice, nunca la tierra le pareció
tan bella. Reconoció que ella era la tierra para la cual se había
preparado: pues no se había equivocado, el mapa del tesoro tenía la
indicaciones correctas. Paseando, el ser tocaba todas y, aun solitario,
sonreía. El ser había aprendido a sonreir solo.
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