10 de diciembre de 2014
Blanes, Flavia Ricci
Nada como irnos entre semana a Blanes. Un amigo que nos había dejado las llaves de su piso y yo que iba a relajarme, vos a estudiar. Nada como ir de forma despreocupada cuando todo está por escribirse, cuando nadie fastidia ni los móviles suenan. Había una cama de una plaza, había otra cama de dos. Entré a la cocina y vi esa enorme cafetera: vos sonreíste. Salimos a caminar sin haber deshecho los bolsos. Bajamos hasta la costa por aquel camino serpenteante que en cuanto hablabas retenía tu eco. Llegamos al mar, dimos una vuelta y tomamos unas cervezas. Al otro día me levanté temprano a comprar croissants para el desayuno mientras vos dormías. A la tarde caminamos hasta la playa, entramos al mar y llegamos a una roca, donde nos sentamos a mirar el atardecer. Subió la marea y allí nos quedamos. Me propusiste no volver ese domingo a Barcelona, sino quedarnos allí una noche más y coger un tren temprano en la mañana. Sonreí aliviada, era lo que quería en alguna parte de mi mente. Vos me ganaste al nombrarlo. Subimos por otra callecita angosta y a mano izquierda me llamó la atención un restaurante pequeño y medieval. Entramos. Estaba abierto. Cenamos. Reímos en aquella callecita angosta mientras regresábamos al piso. No puedo recordar el nombre de aquella calle, ni del restaurante. Todo lo demás, ya ves, lo recuerdo.
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