Sabía que te gustaría. O era mi gran apuesta para que la noche, con aquel corolario, terminara mejor aun de lo que comenzó cuando te conocí. Puse los dos pocillos colombianos en una bandeja de madera del Tigre, te pregunté si le ponías azúcar y casi te obligué a probarlo sin ella, porque así no se desvirtuaba el sabor. Tiempo después me agradeciste el imperativo. Lo serví en la cocina, acerqué la bandeja al living donde ambos estábamos sentados a la expectativa y vos bebiste un poco de ese café. Te demoraste degustándolo, mirando el pocillo. Yo no podía despegar mis ojos de toda tu cara. Y cuando volviste a dejarla despojada de pocillos y demás obstáculos sentía unas ganas terribles de besarte, de abrazarte, de dejar pocillos y café para mañana. Pero me quedé en mi sitio y vos me dijiste que era el café más rico que jamás hubieras probado. Y yo sonreí. Y vos también.
Al día siguiente, preparé el desayuno para ambos y di por sentado que beberías café. Vos me dijiste que "cómo no" una vez que viste sobre la mesa todo desplegado. Y yo me sentí la mujer más feliz sobre la tierra. El café, ese café, era el mismo. Y se convertiría en nuestro café de cada día. Pero vos, vos en tu esencia, ya no eras el mismo que la noche anterior. Sobre todo, porque aunque tenías la misma ropa, ahora yo estaba perdidamente enamorada de vos, café mediante.
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