2 de abril de 2008

Basta, mi amor. Al-Taïr

Caminaban por Buenos Aires mirándose uno al otro. Seguros de ser inmunes a las trampas del amor, aunque por momentos sentían que el otro se les escapaba y era irrecuperable. Ella lo observaba a su lado, él sonreía (pero no estaba ahí, en realidad). Entonces, llegaba esa turbación que detestaba: sentía que él se alejaba cada vez más, que volvía a hacer lo que la lastimaba. Ella ahogaba su impotencia mirando hacia otro lado con una angustia infinita. Se preguntaba qué había sido de aquel hombre que la había enamorado, ese al cual le importaba la relación.

Miranda volvía a caminar sobre la cornisa del amor, tan insegura como antes. Le extendía la mano, pero él estaba en otro mundo y ella lo sabía tan alejado que se resignaba, no quería hacer nada.

A la noche se perdía entre la multitud, sola y vacía hasta el hastío. Buscaba un hombre para abandonarse entre sus brazos y besos vacíos que después no iba a recordar. Hombres de utilería, que se rompen ante el menor descuido y desaparecen sin más. Caminaba hacia ningún lugar, cavilando. Ignacio estaba siempre presente en sus días, a pesar de todo.

A la mañana siguiente, cuando toda esa avalancha de incertidumbre había quedado atrás y lo veía durmiendo a su lado en la habitación, lo despertaba con los más tiernos besos. Pero sabía -tal vez ambos sabían- que era tarde: el respeto se había ido para siempre.

Se duchaban juntos después de hacer lo que hacen todas las parejas, se amen o no, y desayunaban en el comedor. Se despedían en la puerta del edificio de ella y cada uno a su oficina en su auto.

Cuando se reencontraban, salían a cenar afuera y se abrazaban y besaban en todo momento, como si de esa manera pudieran borrar las dudas del día y asegurar la pasión en la cama de plaza y media, que no estaba preparada para una pareja, que nunca iba a ser matrimonial por acuerdo entre ambos.

Luego caminaban de la mano hasta la casa de alguno de los dos. Ella lo miraba extrañada y él sólo sonreía, disperso del mundo y de todo. Entonces Miranda se desesperaba, recordaba cómo una y otra vez tendría que resignarse a perderlo y la sola idea le resultaba insoportable. Él estaba y no estaba, se esfumaba de su lado sin previo aviso. Ignacio estaba allí, pero su mente había evadido la presencia de Miranda una vez más. Se soltaron sus manos, ella temblaba y él sólo atinaba a mirarla despreocupado, sin la menor atención.

Y Miranda extendía por última vez una mano imaginaria tratando de alcanzarlo, y se daba cuenta de que él no estaba ahí, que otra vez no estaba. Y la sombra de Ignacio se apartaba, la sombra que era él mismo cuando estaban juntos. Y se llevaba consigo todo, la despojaba de todo su amor. Miranda corría tras él, pero no podía alcanzarlo. Ignacio no sólo era más rápido, sino que nunca miraba hacia atrás, no era su estilo.

Entonces ella se detenía de repente en medio del camino, aun con la mano extendida, rogándole que estuviera con ella otra vez, como al principio. Pero él no (la) escuchaba, como siempre.

En esos momentos Miranda sentía un dolor fuerte y persistente en el pecho, que se extendía luego a todo su cuerpo. Dolía, como duele la indiferencia de alguien junto a quien un día se soñó. Como sólo lo saben aquellos a quienes se les ha quitado la ilusión con falsas promesas, con basuras verbales. Una mezcla de vacío e indignación se apoderó de ella. Miranda hizo a un lado todo, borró sus recuerdos con Ignacio de una vez y para siempre. Se levantó, no era nada, había que olvidar(lo).

Comprendió que ya era tarde, como cuando caminaban por Buenos Aires abrazados, como siempre lo había sido para los dos. Entonces volvió a conducir en su auto hasta Ezeiza, y volvió a pensar en emigrar para siempre del país. Volvió a pensar en ese avión surcando el cielo que no llegaba nunca, y que era tan necesario. Volvió a extender sus brazos como si volara ella también, lejos de Buenos Aires. Y entonces se olvidó de Ignacio de una vez, y se le escapó una sonrisa repentina, indómita.

Alguien la sacudió muy suavemente en ese momento, era él. Abrió los ojos y ambos estaban tomando el sol en una playa de Mykonos. Ella sonrió, esta vez de verdad. Volvió a la realidad abruptamente. Él se había incorporado a su lado, sabía que Miranda tenía esos recurrentes pensamientos.

Nunca iban a entenderse. Él seguía alejándose, tal como lo veía ella en sus sueños, esos que a él le parecían sueños sin importancia. De manera que la rueda comenzaba a girar, él estaba muy preocupado en sí mismo como para pensar una solución conjunta. Y Miranda sabía que estar juntos no era estar cerca y viceversa. Lo que para Ignacio era filosofía, para ella era lo esencial.

se incorporó, mientras él miraba a una adolescente que paseaba con sensualidad por allí. Ignacio amaba a Miranda con locura -ella creía saberlo, al menos por momentos-, pero no era sólo eso lo que buscaba. Ignacio ya no le demostraba que la amaba, ni tampoco se lo decía.

Estaban y no estaban, decían amarse pero las dudas quedaban siempre expuestas ante la menor discusión. Tarde, muy tarde para recuperar el respeto. Más tarde aun para que Miranda se quedara con él. Pero seguramente eso lo tenía sin cuidado. Parecía tan preocupado por él que ya no importaba rescatar nada de todo lo que los había unido alguna vez.

Siempre era lo mismo: cuando parecía que algo importante había llegado a su vida, se desarmaba como una quimera. Miranda esbozó una sonrisa, se dio cuenta que no era que él la quisiera, sino que simplemente quería a alguien porque era su forma de no sentirse solo, porque sí. Después venían los reproches, porque no sabía qué hacer con todo eso. No sabía explicarse.

Se dio cuenta que cuando él le decía que no podía, en realidad estaba diciéndole que no quería. Porque después, cuando había algo que lo movilizaba, hacía lo imposible para lograrlo.

Se dio cuenta que Ignacio era una de esas personas que intentan disimular su indiferencia por algo con la frase "hoy no puedo", en lugar de decirle la verdad: que no le interesaba. Abrió los ojos y pudo ver que Ignacio tenía en claro lo que deseaba, y hacia eso iba, lo demás pertenecía a un mundo que lo tenía sin cuidado. Y en ese mundo había caído Miranda, aunque él jurara que no. Ignacio la había sabido enamorar, pero ella iba a demostrarle que fue un error dejar de alimentar ese amor: creer concerteza que Miranda siempre estaría junto a él, incondicional.

Fue por esa época que ella salió nuevamente a enamorar. Que dejó al margen a Ignacio y volvió a vivir con sus propias reglas. Que retornó a su antiguo estilo de vida. Se despojó de ese tiempo y de los recuerdos felices construidos junto a él. Comenzó a negarlo frente a sus conocidos y mucho más frente a los desconocidos. Fue la época en que comenzó la trampa de su amor.

Ignacio existía cuando se veían, el resto del tiempo era de ella, sólo de ella. No valía la pena alguien que confundía las cosas, que era un hipócrita más. Ignacio había maltratado el amor y cuando ella trató de salvarlo la rechazó: "Basta, mi amor", se dijo Miranda un día. Ella había tenido paciencia, ahora era tiempo de jugar. De volver a jugar, por qué no.


29/09/1998

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