Allá, por
2001, llegué desde Catalunya a Brasil. Mi destino no era el sur, ni el típico Río
o el enorme San Pablo. Yo quería ir al nordeste. Sin embargo, pasé días también
en esas ciudades. Contaba con un mes por delante. Una noche llegué a Fortaleza,
desde Bahía. Era casi de madrugada y no recuerdo muy bien cómo terminé en el
hotel en donde me instalé. Recuerdo que todo era blanco. Recuerdo el calor.
Recuerdo que estaba por la Praia
de Iracema. Recuerdo dos chicos, uno más guapo que el otro, que me invitaron a
tomar algo. Recuerdo una discoteca enorme en la playa, bailar, aquello era la
felicidad. Y sin haber dormido ni siquiera una noche, pregunté al encargado del
hotel cómo llegar a Jeri. Me dijo que le diera unos minutos, que él se
encargaba de todo. En menos de media hora me dijo lo que iba a costarme el
autobús desde Fortaleza hasta Jijona y desde Jijoca el vehículo 4x4 que me
trasladaría hasta Jeri. También me había reservado algunas noches en un hostal
a unos 150km de la playa, en Jeri y mi regreso a Fortaleza. Acepté enseguida.
Pasaron a
buscarme en un pequeño autobús con más gente. A todos ellos también los había
recogido en sus casas u hoteles. Muchos no eran turistas. Yo sí. Entredormida
me dejaba mecer por el vaivén del autobús. El calor del nordeste de Brasil se
hacía sentir cada vez más. Era un calor pegajoso. Húmedo.
En Jijoca
nos hicieron bajar a todos para subirnos al 4x4. Con mi maleta, que además de
enorme ponía Air France en su frente, todos murmuraban como si yo fuese
francesa. Algo de su portugués entendía, aunque poco porque en el nordeste
hablan muy rápido y quitan algunas sílabas.
El viaje en
esa 4x4 a través de las dunas, esos cerca de 20km, se hicieron eternos. Mi
maleta ocupaba un espacio como si fuese una persona más. Yo casi no podía estar
despierta del cansancio.
Llegamos
aun de noche a Jeri. Me preguntaron en qué hotel iba a alojarme y yo casi había
olvidado el nombre. Dije uno que me pareció que era y jamás pude saber si
realmente había una reserva a mi nombre en ese sitio o de casualidad caí allí.
Me acosté
enseguida sin mirar dónde ni la hora. A las pocas horas, sobre las 5 de la
mañana, todos parecían haber despertado, así que yo también salí de la cama.
El
encargado de ese hostal dejó a solas el sitio para ir por pan y leche frescos. Comí
como una reina y salí hacia la playa.
Fue una de
las veces, pocas, en que lloré frente a un paisaje. Aquello era belleza pura.
Impresionante. Indescriptible.
Me sequé
las lágrimas y me dejé caer bajo el sol en una hamaca brasilera. De vez en
cuando pasaban algunos caballos por la playa. De vez en cuando se veían las
jangadas en la orilla del mar.
Y entonces,
como si de repente tuviese que abrir los ojos, lo ví. Un joven como yo venía
directamente hacia mí.
Hablamos,
me explicó lo que hacía allí, me dijo cómo era Jeri antes y como la estaban
transformando en un área turística, contaminada, desprotegida. Me habló de su
Brasil y yo de mi Argentina.
Pasaron
días y noches, rápidamente. Entre almuerzos de pescados y mariscos y cervezas
do Brasil. Entre el sol y aquellas playas únicas. Entre charlas un poco en
portugués, un poco en español. Me dijo que tal vez fuese al año siguiente a
Barcelona, me pidió que le explique cómo era aquello.
Marché de
Jeri a los pocos días. Con el mismo desconcierto con el que había llegado: sin
saber si tenía que irme con aquella gente en aquel vehículo 4x4. Nunca me
terminé de creer que el encargado del hotel de Fortaleza hubiese hecho aquellas
reservas de traslados y alojamiento. Pero lo cierto es que llegué nuevamente
allí.
Al año
siguiente mi amigo brasilero llegaba a Barcelona. Vinieron días de sambas,
feijoada, risas y anécdotas. Pero esa … esa es otra historia.
Jericoacoara |
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