25 de agosto de 2007

El ritual de Iselda, Flavia Ricci

Iselda (germano): la que es fiel.

Ella intuía que aquel sería, seguramente, su último cumpleaños. Y bueno, así era la vida. Uno se deslizaba inexorablemente a través del tiempo hasta quedar, inexorablemente, en jaquemate. De manera tal que Iselda procedió a levantarse con la mejor de sus sonrisas y emprender un nuevo y desafiante día.
Sabía lo duro que sería ese en especial: sus familiares tratando de ser obsecuentes con ella, sus amigas hablando de sus últimos viajes por lugares que conocía de memoria y, como si todo eso fuera poco, los regalos ... aquellos pequeños paquetitos que intentan (y sólo quedan en eso) remediar viejas falencias de antaño. Pero si algo siempre la caracterizó fue su poder de voluntad y su fuerza interior. Así es que comenzó su día con todas sus energías y con la mayor normalidad posible.
Aquel 17 de septiembre transcurrió con un aplomo descomunal hasta para Iselda, tan acostumbrada al trajín permanente de sus días. Con sus 65 años no podía quejarse: tuvo pasiones, desafíos constantemente, trabajo por doquier y hasta sorpresas cotidianas, que fueron la sal de su vida.
Sí, en verdad no podía quejarse. Ella, que nunca soñó siquiera con llegar hasta donde lo había hecho y sin embargo le fue posible ...
Inmersa en estos pensamientos dejó de prestar atención al desfile ininterrumpido de familiares y amigos que se fue haciendo presente poco a poco en su domicilio personal. De vez en cuando asentía o esbozaba una media sonrisa intentando demostrar que se encontraba aun dentro de la realidad de ellos ...
Por fin, después de despedir al último invitado, consiguió quedarse a solas consigo misma. Qué sensación de alivio experimentó repentinamente. Además, ahora sí podía hacerse, como lo hacía año tras año, "su" propio regalo de cumpleaños. En realidad, siempre fue el mismo, pero para ella era una especie de irremplazable ritual anual.
Comenzó a pensar en él. A devorarlo con sus pensamientos. A buscarlo con ávida rapidez mental. A atraerlo para sí misma. Evocó cada momento, por más efímero que pareciese a simple vista, para rearmar aquel rompecabezas que desde hacía un año había quedado intacto, archivado en un pequeño-gran espacio que Iselda guardaba, y resguardaba, para él, su gran y único amor: Dante.
Rememoró cada pieza, con una paciencia típicamente maternal, hasta reagruparlas a todas, una por una. Era parte esencial del ritual que no faltase ninguna. Era una condición sine qua non. Así que, una vez que hubo logrado su cometido, continuó deleitándose con las remembranzas. Degustó una a una como si fuesen escenas cinematográficas aquellos momentos de su vida en compañía de Dante, el amor de su vida. Esa vida tan agitada y evanescente que cobraba sentido cuando estaban juntos los dos, casi fuera de este mundo tan real ... Esa hermosa vida suya, de Iselda.
Y prosiguió saboreando satisfecha cada recuerdo que venía a su memoria. De repente comenzó a agrupar uno por uno a todos ellos. Los clasificó cronológicamente y no le quedó más remedio que amontonarlos un poco, fue la única salida que encontró para darles a todos ellos cabida.
A medida que fue dando por finalizada esta paciente operación una sonrisa asomó por la comisura de sus labios. Así se abocó a la última parte del ritual. Fue envolviendo a todos sus recuerdos con Dante, pacientemente, ya que era necesario armarse de voluntad para que todo saliera como debía.
Continuó envolviendo sus recuerdos, rodeándolos de un papel color dorado que había preparado para la ocasión. Así, cuando hubo finalizado, le colocó un gran moño rojo de terciopelo al no menos grande paquete. Y, en la esquina superior derecha, una pequeña tarjetita rezaba: "Iselda y Dante. NO TOCAR. 17 de septiembre". Y dando por terminada la operación guardó y resguardó una vez más, a éste, que era el más grandioso regalo que pudiera recibir jamás y que, año tras año, inexorablemente repetía para sí.
Su gran amor, Dante ... tan cerca y tan lejos suyo, y sin embargo, nuevamente tan pero tan cerca ...
"Iselda, es hora de dormir. Mañana será otro día", dijo para sí. Y guardó el obsequio, el único que realmente le importaba, dentro, muy dentro de su mente. Y dentro, mucho más profundamente aun, de su rejuvenecido y enamorado corazón.


Flavia Ricci
Tres Arroyos, 22 de septiembre de 1996

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