2 de octubre de 2011

Jeri, Flavia Ricci

Allá, por 2001, llegué desde Catalunya a Brasil. Mi destino no era el sur, ni el típico Río o el enorme San Pablo. Yo quería ir al nordeste. Sin embargo, pasé días también en esas ciudades. Contaba con un mes por delante. Una noche llegué a Fortaleza, desde Bahía. Era casi de madrugada y no recuerdo muy bien cómo terminé en el hotel en donde me instalé. Recuerdo que todo era blanco. Recuerdo el calor. Recuerdo que estaba por la Praia de Iracema. Recuerdo dos chicos, uno más guapo que el otro, que me invitaron a tomar algo. Recuerdo una discoteca enorme en la playa, bailar, aquello era la felicidad. Y sin haber dormido ni siquiera una noche, pregunté al encargado del hotel cómo llegar a Jeri. Me dijo que le diera unos minutos, que él se encargaba de todo. En menos de media hora me dijo lo que iba a costarme el autobús desde Fortaleza hasta Jijona y desde Jijoca el vehículo 4x4 que me trasladaría hasta Jeri. También me había reservado algunas noches en un hostal a unos 150km de la playa, en Jeri y mi regreso a Fortaleza. Acepté enseguida.

Pasaron a buscarme en un pequeño autobús con más gente. A todos ellos también los había recogido en sus casas u hoteles. Muchos no eran turistas. Yo sí. Entredormida me dejaba mecer por el vaivén del autobús. El calor del nordeste de Brasil se hacía sentir cada vez más. Era un calor pegajoso. Húmedo.

En Jijoca nos hicieron bajar a todos para subirnos al 4x4. Con mi maleta, que además de enorme ponía Air France en su frente, todos murmuraban como si yo fuese francesa. Algo de su portugués entendía, aunque poco porque en el nordeste hablan muy rápido y quitan algunas sílabas.

El viaje en esa 4x4 a través de las dunas, esos cerca de 20km, se hicieron eternos. Mi maleta ocupaba un espacio como si fuese una persona más. Yo casi no podía estar despierta del cansancio.

Llegamos aun de noche a Jeri. Me preguntaron en qué hotel iba a alojarme y yo casi había olvidado el nombre. Dije uno que me pareció que era y jamás pude saber si realmente había una reserva a mi nombre en ese sitio o de casualidad caí allí.

Me acosté enseguida sin mirar dónde ni la hora. A las pocas horas, sobre las 5 de la mañana, todos parecían haber despertado, así que yo también salí de la cama.

El encargado de ese hostal dejó a solas el sitio para ir por pan y leche frescos. Comí como una reina y salí hacia la playa.

Fue una de las veces, pocas, en que lloré frente a un paisaje. Aquello era belleza pura. Impresionante. Indescriptible.
Me sequé las lágrimas y me dejé caer bajo el sol en una hamaca brasilera. De vez en cuando pasaban algunos caballos por la playa. De vez en cuando se veían las jangadas en la orilla del mar.

Y entonces, como si de repente tuviese que abrir los ojos, lo ví. Un joven como yo venía directamente hacia mí.
Hablamos, me explicó lo que hacía allí, me dijo cómo era Jeri antes y como la estaban transformando en un área turística, contaminada, desprotegida. Me habló de su Brasil y yo de mi Argentina.

Pasaron días y noches, rápidamente. Entre almuerzos de pescados y mariscos y cervezas do Brasil. Entre el sol y aquellas playas únicas. Entre charlas un poco en portugués, un poco en español. Me dijo que tal vez fuese al año siguiente a Barcelona, me pidió que le explique cómo era aquello.

Marché de Jeri a los pocos días. Con el mismo desconcierto con el que había llegado: sin saber si tenía que irme con aquella gente en aquel vehículo 4x4. Nunca me terminé de creer que el encargado del hotel de Fortaleza hubiese hecho aquellas reservas de traslados y alojamiento. Pero lo cierto es que llegué nuevamente allí.

Al año siguiente mi amigo brasilero llegaba a Barcelona. Vinieron días de sambas, feijoada, risas y anécdotas. Pero esa … esa es otra historia.


Jericoacoara



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